Hannah Arendt no conocía a Freud
Y es que de haber estado al corriente de los singulares descubrimientos del primer psicoanalista, la acreditada filósofa judía de origen alemán (1906-1975), exiliada en Estados Unidos desde el año 1951, hubiera presentado algunas de sus ideas, estoy convencido de ello, con la precisión que el asunto tratado requería.
Un asunto delicado para una intelectual que desea mostrar su opinión
El asunto al que me refiero fue el encargo que le hizo la revista The New Yorker para cubrir, corría el año 1961, el juicio del líder nazi, miembro destacado de las SS y gestor de la macabra «Solución final» Adolf Eichmann (1906-1962). Y fue un asunto complicado porque la filósofa, lejos de optar por la sola narración de los hechos, quiso superar el historicismo presentando una interpretación. ¿Con qué resultado? Los simpatizantes de la causa sionista vieron en aquella interpretación una anómala simpatía de Arendt por el personaje enjuiciado; simpatía que, por otra parte, entendieron lógica por venir de la que había sido discípula predilecta, además de amante, de un más que supuesto amigo de las ideas nazis, el conocido filósofo Martin Heidegger.
Apoyos y detractores
Cierto es que el poeta estadounidense Robert Lowell y el filósofo alemán Karl Jaspers vieron en los trabajos de Arendt sobre el juicio una obra maestra, y que la conocida escritora, Mary McCarthy, publicó en Partisan Review un largo ensayo en apoyo del libro Eichmann en Jerusalén; pero las airadas críticas de otros no menos ilustres personajes contra aquella intelectual conocida en Estados Unidos por su libro The Origins of Totalitarianism, 1951, considerado uno de los estudios principales de la teórica política, fueron más contundentes. Y para mayor disgusto de las asociaciones judías, Arendt publicó sus trabajos en aquel libro (Eichmann en Jerusalén, 1961), al que subtituló Sobre la banalidad del mal.
Las críticas y sus limitaciones
Las críticas a Arendt se centraron en Sobre la banalidad del mal. Pero antes de entrar en el sentido nuclear de ese concepto, cabe recordar algunas bombas de la periodista. En primer lugar, Arendt afirmaba que según sus investigaciones habrían muerto menos judíos en la guerra de no haber sido por los encargados de las asociaciones judías, quienes, para salvarse, habrían dado a los nazis inventarios de sus congregaciones, colaboraron así en la deportación masiva y en el genocidio de sus compatriotas (en el juicio de Núremberg, se atribuyó a Eichmann la muerte de 5.700.000 de judíos en Europa); y, por otra parte, planteaba serias dudas sobre la legalidad jurídica de Israel en el juicio a Eichmann. Y por si esto fuera poco para soliviantar a los sionistas, con el concepto de Sobre la banalidad del mal Arendt daba a entender, contrariamente a la opinión del fiscal en Jerusalén y de cuantos veían en Eichmann a un monstruo al servicio de un régimen criminal, un deplorable ser que odiaba a los judíos y que había organizado sin miramiento su aniquilación, una persona normal, «terriblemente y temiblemente normal».
En efecto, para la filósofa avezada en el marxismo tanto como en el existencialismo, Eichmann, además de ser una persona normal, poseía un desarrollado sentido del orden, de lo justo y conveniente para su país e incluso para toda la humanidad. De ahí el haber hecho suya la ideología nazi, la cual no se entendía sin el antisemitismo, y que, orgulloso de haber asumido aquel pensamiento regeneracionista, lo puso en práctica. En fin, llevada por los ideales del periodismo de investigación, aquella intelectual concluía que Eichmann era un hombre como tantos otros, aunque sobresalía por ser profundamente disciplinado, aplicado y un ambicioso burócrata. Pero el disgusto de los amigos del sionismo fue incomparablemente mayor al enterarse de que Arendt había dicho que Eichmann no era otra cosa que un producto de su tiempo y del régimen político que le tocó vivir. (La afirmación venía a coincidir en el alegato principal de la defensa, según la cual el célebre obersturmbannführer «no tenía ninguna responsabilidad porque estaba simplemente haciendo su trabajo. Él cumplió con su deber…, no sólo obedeció las órdenes, también obedeció a la ley»).
En razón de tales conclusiones, resulta lógico que el filósofo Isaiah Berlin no quisiera ni oír hablar de Arendt, y que el novelista judío Saul Bellow afirmase que era «una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resulta limitadísima». Y es que como apunta la escritora Monika Zgustova, todas las personas de buena fe debieron pensar que «en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una historiadora, Arendt se convirtió en poeta.»
Todo parece que ocurrió como sostiene Zgustova, pero lo que dice no es suficiente. Algo semejante le ocurre al crítico Christopher Browning, quien en el New York Review of Books afirmaba que «Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido»; mientras que la periodista, Elke Schmitter, sostenía en el semanario alemán Der Spiegel que «la actuación en Jerusalén fue un exitoso engaño, y que Arendt no llegó a entender al verdadero Eichmann, que era un fanático antisemita». Todos los críticos sostienen que Arendt no dispuso de toda la información sobre Eichmann, hecho que no es del todo cierto, y que por ello lo malinterpretó. Tampoco estuvo acertado Alfred Kaplan al escribir en The New York Times que «Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos». Ignoraba Kaplan que el descubrimiento que atribuía a la filósofa le correspondía a un psicoanalista, y más concretamente al primero de todos: Sigmund Freud.
Hay que leer a Freud para entender lo que dice Hannah Arendt
Pocas páginas, muy pocas, en verdad, hay que leer de la extraordinaria y singular obra de Freud para advertir que él se adelantó, como a tantos otros ilustres personajes de la historia del pensamiento, a la conocida filósofa alemana.
El precedente vienés: La escritora Monika Zgustova, autora de La noche de Valia (Ediciones Destino. Barcelona: 2013) afirma que «en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una historiadora, Arendt se convirtió en poeta».
Lo destacable aquí es que estas palabras conciernen también a Freud, ya que siendo él también judío nunca se adhirió a la causa sionista ni a cualquier otra sin antes haber reflexionado, investigado y debatido al respecto. Baste una carta del psicoanalista vienés, entre los muchos documentos que podrían aportarse, fechada el 26 de febrero de 1930, dirigida a Chaim Koffler, miembro de la Fundación para la Reinstalación de los Judíos en Palestina (Keren Hayesod), para apreciar lo que digo.
Viena, 26 de febrero de 1930
Doctor Freud,
No puedo hacer lo que usted desea. Mi reticencia a interesar al público en mi persona es insalvable y creo que las circunstancias críticas actuales no me incitan para nada a hacerlo. Quien quiera influenciar a la mayoría debe tener algo arrollador y entusiasta para decir, y eso, mi opinión reservada sobre el sionismo no lo permite. Sin dudas tengo los mejores sentimientos de simpatía para esfuerzos libremente consentidos, estoy orgulloso de nuestra universidad de Jerusalén y me alegro por la prosperidad de los establecimientos de nuestros colonos. Pero, por otro lado, no creo que Palestina pueda algún día ser un Estado judío ni que tanto el mundo cristiano como el mundo islámico puedan un día estar dispuestos a confiar sus lugares santos al cuidado de los judíos. Me hubiera parecido más prudente fundar una patria judía en un suelo históricamente no cargado; en efecto, sé que, para un propósito tan racional, nunca se hubiera podido suscitar la exaltación de las masas ni la cooperación de los ricos. Concedo también, con pesar, que el fanatismo poco realista de nuestros compatriotas tiene su parte de responsabilidad en el despertar del recelo de los árabes. No puedo sentir la menor simpatía por una piedad mal interpretada que hace de un trozo de muro de Herodes una reliquia nacional y, a causa de ella, desafía los sentimientos de los habitantes de la región.
Juzgue usted mismo si, con un punto de vista tan crítico, soy la persona que hace falta para cumplir el rol de consolador de un pueblo quebrantado por una esperanza injustificada.
Freud
Viena, Bergasse 19
¿Qué es la normalidad? Esta es la segunda cuestión que plantea el trabajo de Arendt sobre Eichmann y las consideraciones de sus críticos y detractores.
Arendt sostiene que Eichmann era una persona normal, «terriblemente y temiblemente normal». Era normal, asentiría sin duda la filósofa, porque no había en el ser del obersturmbannführer ningún factor neurofisiológico que pudiera determinar un comportamiento tan atroz como el suyo.
Descartados pues los factores orgánicos, es conocido que una persona puede hacer una atrocidad. ¿Por qué? Sin duda movida por algunos desencadenantes puede hacer algo de lo que luego se arrepienta; y es igualmente conocido que existen personas que sin factores desencadenantes aparentes y en lo que se denomina un rapto de enajenación, pueden comportarse inadecuadamente. ¿Era así en Eichmann? Podemos convenir que era normal, al menos tan normal como pueden ser los innumerables sinvergüenzas que llenan los medios en nuestra época hipermoderna. ¿Pero entonces porque Eichmann cometió aquellos atroces crímenes? La filósofa responde que por una sola razón: «porque Eichmann no era otra cosa que un producto de su tiempo y del régimen político que le tocó vivir.»
Arendt alude, por consiguiente, a una identificación secundaria, una identificación históricosocial que habría transformado al joven Eichmann en el sanguinario personaje que conocemos. En realidad, puede ser así, pero ese argumento no es en modo alguno suficiente. En primer lugar, que Eichmann asumiese el régimen político que le tocó vivir no excluye que tuviera razones personales, concretamente edípicas, para asumir las características del régimen nazi. ¿Quién se atrevería a afirmar que todos los alemanes, incluso que todos los militares de ese país, estaban de acuerdo con la persecución y el exterminio de los judíos? Cabe preguntarse, por otra parte, si Eichmann no sabía lo que hacía, y si le era absolutamente imposible dejar de hacerlo. Y en cuanto a la afirmación de que en tanto que militar tenía el deber de obedecer a sus superiores, a aquellos que supuestamente mandaban a los judíos a los campos de exterminio, cabe objetar que el militar debe asumir cuanto se deriva de esa profesión, lo cual anula el alegato de la defensa que el encausado no estaba de acuerdo con las órdenes recibidas y ello lo exime de responsabilidad en los hecho que se le imputan.
Quizá nunca sepamos cómo las circunstancias exteriores, el Otro social, eminentemente malo del nacionalsocialismo alemán, jugaron en detrimento de la personalidad y de la vida misma de Adolf Eichmann, pero la clínica psicoanalítica nos enseña que así acontece en muchas ocasiones, y, en particular, en aquellas personas en las que la desorientación y el narcisismo les impiden ver la realidad en todas sus manifestaciones y progresar en orden a la inteligencia y a la eticidad que cabría esperar de un ser humano.
Girona, 09/08/2013
José Miguel Pueyo
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